UNA SEÑORITA DECENTE
Por: María Elena Solórzano
En una de las casas con balcones situadas
frente al Jardín Hidalgo, precisamente arriba
de donde se ubica una mueblería, vivió a
principios del siglo XX una hermosa señorita
protagonista de una triste historia de
amor.
La reina de la casa se sentaba a tejer en
el balcón de su habitación que se abría a la
calle, frente al jardín Hidalgo. Le
gustaba salir en las mañanas soleadas para lucir sus
hermosos vestidos que envolvían su grácil
figura. Coqueteaba con los jóvenes que
pasaban por ahí. Era atrevida: si alguno
volteaba a verla ella lo miraba fijamente y
sonreía.
Laura, anciana de 87 años, con paso
cansado deambula como una sombra por su
vieja casa. Eran las dos de la mañana y
no quería dormir, ¿para qué? Si ya pronto lo
haría para siempre. Ahora más que nunca
sentía el peso de la soledad que se deslizaba
por las paredes, los muebles, por todas
partes. Pero recordar es vivir, se dirigía a su
recámara donde se encontraba el viejo
baúl donde guardaba celosamente todos los
objetos que atesoraba: ropa pasada de
moda, crinolinas, cartas amarillentas, cintas de
colores, flores secas, el libro de
versos, sombreros, guantes…
Tomaba una caja de madera y la colocaba
sobre la cama y al abrirla la esencia del
ayer inundaba la habitación. Ansiosa,
buscaba una carta y un pañuelo, los acariciaba y
cerraba los ojos para volver a vivir...
-¡Nana, Nana! ¡Ven pronto! ¿Dónde está mi
mamá?
-Salió, niña Laurita.
-¡Qué bueno! ¡Ven, mira! ¡Acércate al
balcón! ¡Ahí está él!
-¿Él? ¿Quién es él?
-¡Mario, Nana! Anda: ve y pídele la carta
que me prometió ayer en el jardín.
-Pero, niña, si tu mamá se entera…
-¡No se enterará! Tendremos mucho cuidado
¡Por favor, Nana! Tengo 18 años y
ya puedo tener novio. Todas mis amigas ya
tienen galán. Además, Mario es un caballero
de 30 años que sabe respetarme y darme mi
lugar.
-Recuerde lo que siempre dice su mamá:
“las señoritas decentes no deben dar de
qué hablar”.
-Ya lo sé, Nana. No estoy haciendo nada
malo.
Al salir la Nana, Laura corre al balcón
para ver tras las cortinas y mirar cuando
Mario entregara la carta.
-Dígale a Laura que estaré todas las
tardes en esa banca, esperando la respuesta.
Al recibir la carta Laura corre a su
recámara para leerla una y otra vez.
Señorita Laura:
Espero que al recibir la presente se
encuentre usted bien en compañía de su
apreciable familia.
Me atrevo a dirigirle esta misiva porque
desde que la vi por primera vez, mi
corazón late por usted. En las noches me
duermo pronunciando su dulce nombre y su
imagen la llevo día y noche grabada en mi
mente. Todos mis pensamientos son para
usted.
Espero su respuesta lo antes posible.
Adjunto un pañuelo para que lo conserve y
me diga si está de acuerdo en ser mi
novia y entablar así una relación amorosa,
primero por correspondencia, después Dios
dirá.
Con todo mi amor.
Mario.
Durante ocho meses mantuvieron en secreto
ese amor alimentado con sueños y el
anhelo de estar el uno con el otro. Los
enamorados se conformaban con las apasionadas
cartas donde hablaban de sus secretos,
jurándose amor eterno. Laura solía cambiar
tiernas miradas con su amado cuando se
asomaba al balcón.
Por fin, Mario y sus padres pidieron
permiso a doña Rosa para hacer oficial el
noviazgo de sus hijos.
Ocho campanadas del reloj de pared, que
adorna la sala, rompen de golpe la
ensoñación de Laura y de sus manos caen
la carta y el pañuelo. Permanece inmóvil con
la mirada perdida entre las brumas del
ayer. El presente es tan triste que prefiere
hundirse en el pasado y vuelve a buscar
en la caja.
Un ramo de marchitas rosas envueltas en
papel celofán, regalo de Mario cuando
cumplió sus 28 años. Ella recuerda que
para festejarlos, su madre organizó una velada
familiar en la que se fijaría la fecha de
la boda, baila con Mario, después salen al
balcón, su corazón late apresuradamente.
Nunca podrá olvidar esos momentos, cuando
ella lo mira fijamente y le dice:
-Mario, tenemos que hablar de nosotros,
de nuestro noviazgo, de nuestro próximo
matrimonio.
Mario la miró con una mirada extraña,
temerosa.
-¿Por qué me miras así? ¿Dije algo
inconveniente?
-No, no solamente que… no sé cómo
empezar. Escúchame con atención por favor.
Antes de conocerte tuve una novia con la
que me iba a casar, poco antes de la
boda enfermó de gravedad y en el lecho de
muerte me pidió que le jurara que jamás me
casaría y sería siempre fiel a su
recuerdo. Comprende que un juramento así no puede
romperse. A pesar de que te amo con
locura no puedo ofrecerte matrimonio, solamente
un noviazgo para toda la vida. Perdóname,
debí decirlo antes, pero…
Sin pronunciar palabra Laura corre a su
habitación, cae de bruces en su cama y
estalla en llanto. Hoy como entonces
vuelve a sentir la misma rabia. Se dirige al ropero
y saca las sábanas y los manteles que con
tanta ilusión bordó para su boda, en cada
puntada un suspiro, en cada motivo un sueño.
Ahora las lágrimas inundan sus ojos
marchitos, toma las prendas y las arroja
al suelo con furia, tratando de desahogar su
dolor y frustración. Se recuesta, abraza
la almohada, soñó tantas veces que era Mario
compartiendo su lecho, durmiendo con ella
en amoroso abrazo.
Vino a su mente ese sentimiento de
injusticia, esa impotencia, era cruel lo que
Mario le pedía, pero lo aceptó porque lo
amaba y no quería perderlo.
Suenan cuatro campanadas y Laura regresa
a su vida llena de soledad, envuelta en
un viejo chal, Mario se lo regaló cuando
cumplió 29 años, trata de calmar ese frío que le
cala hasta los huesos, hasta el alma.
Abraza a los muñecos con tanta ternura como
hubiera abrazado a sus hijos de haberlos
tenido. A los monos los bañaba, les tejía ropa y
cuando se portaban mal los regañaba. Los
hijos que nunca tuvo siempre vivieron en su
imaginación. Sus niños de trapo y pasta
fueron su única compañía después de la muerte
de su madre.
Cuando cumplió 30 años Mario se atrevió a
pedirle que tuvieran un hijo, ella
reaccionó airadamente y lo corrió,
diciéndole:
-¡Cómo te atreves a proponerme algo así,
yo soy una señorita decente, tengo
principios, eso jamás, será mejor que
salgas de esta casa y no vuelvas!
Laura se dejó caer en un sillón, no
cierra la puerta, espera que Mario regrese a
pedirle perdón, pero no, no regresa. El
tiempo pasa y su angustia aumenta.
Como un torbellino las palabras giran en
su cabeza.
¿Por qué me llenaron el alma con tantos
prejuicios? ¿Por qué no pude dar rienda
suelta a mis sentimientos? ¿Por qué Mario
tuvo que respetar un juramento tan absurdo?
Teníamos que cuidarnos del qué dirán. De
la condenación eterna. Todo era malo. El
amor no es pecado, algo tan bello no
puede ser pecado. Por esos prejuicios pasó diez
años esperando su regreso. Sus hermanos
le dijeron:
-Se fue a trabajar al puerto de Alvarado
y que siempre pregunta por ti en sus
cartas. Con su absurdo orgullo nunca le
escribió. Cuando le anunciaron su regreso no
podía creerlo, regresaría para su
cumpleaños, sería su mejor regalo.
En el reloj de la sala suenan cinco
campanadas, Laura no lo escucha, su corazón
late con alegría una vez más. Ese día se
levantó muy temprano y preparó su comida
preferida, llenó la casa de flores,
vistió su mejor atuendo y se puso el perfume que a él
siempre le gustó.
Al sonar el timbre sale a recibirlo
apresuradamente, al verlo la impresión es tal
que no puede pronunciar palabra, ante sus
ojos no está el Mario que ella conoció: fuerte
y varonil. Frente a ella sonríe un
anciano de mirada triste y pies cansados. Ella no se
atreve a preguntar, lo invita a pasar y
en silencio se dirigen a su lugar de siempre.
-¿No esperabas verme así? La vida en
aquellos lugares es muy dura, hay mucha
miseria, hay muchas enfermedades, sólo tu
recuerdo me impulsaba a seguir adelante.
Una fuerte tos le impidió seguir
hablando.
-No te preocupes ya estás en casa. Ven
recuéstate, en mi recámara estarás mejor,
yo te cuidaré, mandaré traer tu ropa para
que te quedes aquí conmigo hasta que mejores.
-Pero Laura… tú eres una señorita
decente.
-Calla, no lo repitas, a nuestra edad eso
de la señorita decente suena tan ridículo.
-Hace una semana que estoy aquí, quiero
pedirte perdón por haberte obligado a
llevar una vida tan llena de amargura y
frustración.
-No fue fácil ocultar la envidia que me
causaba ver a mis hermanas con sus
familias. Fueron años de desearte aquí en
mi solitario lecho, imaginando tus caricias, tus
besos, el calor de tu cuerpo y trataba de
calmarlo con mis ardientes manos. Ya no me da
pena decirlo. Hubiéramos podido ser tan
felices, pero, para qué pensar en lo que pudo
ser.
-Perdóname, te hice tanto daño, quiero
oír que me perdonas, irme tranquilo
sabiendo que no hay rencor en ti.
-No hables así, pronto te sentirás mejor
y podremos estar por fin juntos.
Pero Mario ya no la escucho, su vida
había terminado.
-No te diré adiós, espérame, pronto
estaré contigo.
Ese día con el primer rayo de sol llegó
Mario, la estaba esperando. No lo dudó un
momento tomó su mano para alejarse por
ese camino luminoso que se abría ante ellos,
ahora sabía que siempre estarían juntos
en el más allá.
Dicen que algunas noches en los balcones
de esa casona se miran las siluetas de
dos jóvenes enamorados que se besan y
gozan de su amor (Guillermina Lira, Col. San
Antonio, Azcapotzalco, D. F., 10/08/96).
Excelente relato.
ResponderEliminarMe imaginé la casona y a estos jóvenes. Triste historia, lo que hace los prejuicios. Excelente narración
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