EL ESPANTAJO DEL PANTEÓN
SAN ISIDRO
Capítulo III
Por Patricio Garibay
-Pues bien, vayamos al grano, ¿qué sabe usted del Espantajo del panteón San Isidro?
Mis palabras hicieron que el trago de café lo deslizara por su garganta con lentitud y en cuanto lo hizo respondió con otra pregunta;
-¿No me diga que lo volvieron a ver? ¿cuándo?
-El mes pasado, en la noche de difuntos.
-¿El mes pasado? Así que aún no encuentra el descanso...
-Entonces... ¿Es verdad que usted lo vio?...
No había concluido mi pregunta cuándo don Nicanor llamó a su mujer, que por el sonido lejano de la televisión supuse que veía su telenovela.
-¡Matilde, Matilde ven, ven a oír esto!
La mujer no tardó mucho tiempo en acudir al llamado de su marido al que le preguntó un tanto alarmada;
-¿Qué pasó?
-Pues el señor agente dice que han vuelto a ver al Espantajo...!
-¿De veras?
Preguntó la señora, y olvidándose de su telenovela se sentó al lado de su marido quién se rascaba la cabeza como para poner en orden sus ideas.
-¿Qué ocurre? déjese de misterios y cuénteme, no me asustan las historias de fantasmas.
Dudando me miró por un instante y después me dijo.
-Está bien le contaré, no sé qué interés puede tener para la policía un fantasma , pero le contare, tal vez sea lo mejor para todos.
Aspiró una gran bocanada de aire y enseguida comenzó su narración.
-Pues mire usted, yo mismo pude hablar con aquél extraño ser una noche pálida de diciembre, la noche más extraña de mi vida, al fin pude hacerlo luego de haberlo estado buscado y buscando durante varias noches, me había propuesto atraparlo, pues yo no creía en fantasmas ni aparecidos y estaba dispuesto a resolver de una buena vez por todas aquel misterio, varias veces me había topado con su furtiva sombra, pero todos mis intentos fracasaron uno a uno, a lo mucho conseguía verlo a lo lejos, pero al acercarme a él, la fantasmal figura lograba escabullirse entre las tumbas, como si se desvaneciera en el viento frio nocturnal, o como si se lo tragara la propia tierra. Pero aquella noche del siete de diciembre, fue él quien se presentó ante mí.
Aquel día, o más bien, aquella madrugada, yo era el único guardia del panteón, pues mis dos compañeros se habían reportado enfermos. Había perdido la esperanza de dar con él cuándo salí a dar mi rondín de costumbre, y cuando regresé a la oficina de vigilancia su tétrica figura se apareció a un costado del camino y me dijo:
-Buenas noches amigo.
Me acuerdo que no pude contener un grito de espanto antes de buscar mi pistola en la funda e instintivamente lo amenace.
-¡No se me acerque que estoy armado!
-¿Va a matar a un muerto?
Me preguntó con una voz ronca y lúgubre, como escapada de un sepulcro.
-¿Está usted muerto?
Le pregunté tontamente, y después de un instante me respondió, ahora con un tono triste.
-Estoy muerto en vida amigo, y esta noche necesito caridad, necesito que me ayude por la virgencita santa.
-¿Qué lo ayudé? ¿Como?
-Si me pudiera regalar una aspirina y un poco de café, tengo mucha fiebre y no quiero morirme en vísperas del día de nuestra señora de Guadalupe.
Entonces ya no me quedó ninguna duda, aquel extraño ser era un hombre de carne y hueso, aunque a decir verdad, era más hueso que carne. Le respondí que con gusto lo ayudaría, y le indique que fuéramos a la oficina, pero temeroso dijo que no quería que nadie más lo viese, y solo aceptó ir conmigo hasta que le juré por Dios que no había nadie más que yo en todo el panteón. Caminamos en silencio acompañados únicamente del tenue rumor de grillos y del ruidillo de motores de automóviles lejanos, en cuando en cuando echaba yo un discreto vistazo por el rabillo del ojo a su tétrica cara, tal vez para cerciorarme de que en verdad no se tratara de un ser de ultratumba.
Cuando llegamos a la oficina me suplicó que apagara algunos focos, pues dijo que sus ojos no soportaban tanta luz. Apagué todas las luces excepto la lamparilla del escritorio, y la oficina quedó casi en penumbras, le dije que se sentara y fui a buscar lo que me había pedido. Al volver ya con la aspirinas, el café y unas donas bimbo que estaban destinadas para mi desayuno, miré a lo lejos por un instante su fantasmagórica figura iluminada apenas por la pequeña lámpara de luz ocre, parecía un personaje extraído de una antigua película de vampiros, sus ropas negras y roídas por el tiempo y sus barbas tan blancas como su piel pegada al hueso, lo asemejaban también a una momia del porfiriato, además, pude notar que con su presencia el ambiente de la oficina se había impregnado de un desagradable aroma muy parecido al de los cempasúchiles muertos. Le entregué las cosas y le dije que se tomara dos aspirinas, así lo hizo y después devoró con rapidez infantil las donas, se terminó el café y fui a traerle un poco más, cuando volví le dije.
-¿Pero qué está haciendo aquí a esta hora amigo? ¿Por qué no está en casa con su familia?
-Mi casa es este panteón y mi única familia son sus muertos.
-¿Me está usted diciendo que vive aquí en el panteón?
-Decir que vivo aquí me parece algo irónico, digamos mejor... que habito en este cementerio.
-¿Desde cuándo?
-Desde hace muchísimo tiempo.
-¿Años?
-Décadas amigo, décadas, y si usted además de darme de comer y de darme las aspirinas quiere prestarme sus oídos y su atención le contaré mi trágica historia.
-Claro, lo escucho, cuénteme usted.
-Pero antes una última suplica.
-¿Cuál?
-Que me jure por lo más sagrado que lo que yo le cuente esta noche no se lo dirá a nadie más.
-Se lo juro por la salud de mi madre.
Pero mi amada mamacita falleció hace dos años, así que mi juramento como quien dice ya caducó. Por lo que hace algunos meses a mi señora esposa al fin le pude contar esta bizarra historia, y hoy se la podre también contar a usted.
CONTINUARA.
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