BRONCA EN EL PARQUE DE SAN LUCAS
Por Roberto Cuauhtémoc Ortiz
Si
no mal recuerdo, tenía unos doce años de edad cuando uno de mis primos vino de
visita a mi casa. Tenía un año más que yo pero era uno de los pocos primos con
los que me llevaba extraordinariamente genial y por lo mismo, el anuncio de
dicha visita era una noticia muy feliz para mí.
Desafortunadamente
solo venia por un par de horas, pues su papá solo venia de paso también a mi
casa.
Mi
sorpresa fue mayor cuando mi primo, venía acompañado de dos chicos, también de
nuestra edad, que al parecer eran primos lejanos de él, por lo tanto, para mi
eran unos completos desconocidos. Eso indudablemente rompe el encanto de la
visita pues tienes que empezar desde cero la relación con dos extraños.
Pero
no fue tan trágica la situación, pues el hielo se rompió rápidamente y en cosa
de quince minutos ya estábamos jugando en el patio de mi casa.
Pero
estos nuevos amigos, querían divertirse más, y como estaban acostumbrados por
sus rumbos a salir a jugar a la calle, pues me preguntaron si había algo
divertido cerca de mi casa.
Lo
único que se me ocurrió fue recomendarles el parque de la esquina. El parque de
San Lucas.
La
verdad este parque me gustaba mucho. Tenía lo suficiente para pasar una tarde
divertida. Contaba con unos columpios, dos sube y baja, dos ruedas para hacer
el remolino, las cuales por cierto, cada vez que me subía, terminaba riendo
como loco, pero a la vez con un mareo tremendo que debíamos tiranos al suelo
unos diez minutos a esperar que se nos pasara. También había unas figuras de
cemento de un gorila, una jirafa, un camello, una tortuga y un hipopótamo. Al
centro, un juego del cual nunca supe cómo se llamaba. Se trataba de un poste en
el centro del cual salían cinco o seis cadenas con manijas para sujetarse y
correr haciendo girar el juego y levantabas los pies y de esta manera te
columpiabas casi parado en círculo. Recuerdo que este juego fue muchas veces
causante de muchos niños descalabrados o con la boca rota, pues si tenías la
desfortuna de soltarte mientras ibas en el aire, salías volando contra las bancas,
o el suelo o un árbol.
Algo
divertido eran unas cuatro bolas grandes, una de ellas, del tamaño de un adulto
a las que todos los niños intentábamos subirnos.
El
juego más grande del parque eran unas cosas cilíndricas que querían semejarse a
un tren. Con una altura de aproximadamente un metro setenta, una anchura de un
metro cincuenta y de largo unos dos metro y medio, el trenecito estaba
compuesto por lo que podríamos llamar locomotora y dos vagones, logrando con
esto, generar una gran aventura de poder subirte y estar brincando vagón sobre vagón. Claro, si podías
subirte hasta arriba del trenecito.
Lo
que más me gustaba, era una especie de caminos que había a través del parquecito
y donde en ocasiones me gustaba usarlo como si fuera la carretera de mi
bicicleta.
Todo
esto se los comenté a mis nuevos amigos y no dudaron en ir entusiastas a
disfrutar de todos los juegos en tanto se daba la hora de irse.
Así
pues, pedimos permiso a nuestros padres y nos dirigimos al parque mi primo, sus
dos primos lejanos y yo.
Estábamos
tan entusiasmados por todo lo que jugábamos que no nos percatamos que desde la
orilla del parque, había tres chavos observándonos.
En
una de esas, uno de los nuevos amigos gritó, subamos a la rueda y salimos
corriendo hacia ella como si se tratara de una carrera. Alguien más gritó, “al último
en llegar le toca hacerla girar”, por lo que la carrera se hizo más divertida,
pues nadie quería ser el último.
Pero
como suele suceder, alguien llegó al último. Era el hermano menor de mis nuevos
amigos. Así que con todo su esfuerzo comenzó a hacer girar la rueda mientras
nosotros le gritábamos que más y más fuerte.
En
eso estábamos cuando los tres desconocidos comenzaron a gritarnos no sé qué
cosa. Ni siquiera les entendíamos pues estábamos muy concentrados en los giros
de la rueda.
De
pronto, el que estaba encargado de girar la rueda, dejo de hacerlo y se
quedó viendo a los desconocidos…la rueda
dejo de girar y nosotros bajamos de ella.
Resulta
que estos tres chicos desconocidos, estaban burlándose e insultando a nuestro
“empujador”, y fue por eso que dejó de hacerlo.
En
cuanto nos vieron bajar, envalentonados, quizá por ser ligeramente mayores que
nosotros, se acercaron y siguieron burlándose e insultándonos.
Siempre
me he preguntado, que pasa en el cerebro de ciertas personas que no pueden ver
felices a otros y terminan odiando a todo mundo y esparciendo su amargura por
todas partes.
Lo
más asombroso. Es que a tan temprana edad, unos trece o catorce años, existan
niños que ya desde entonces están amargados, tanto así, que prefieren molestar
a todos en vez de hacerse de amigos y disfrutar el época de la adolescencia.
El
caso es que mis amigos resultaron de pocas pulgas y comenzaron a devolverles
los insultos. Obviamente, esto hizo que los tres desconocidos se comenzaran a
enojar, pues debemos recordar que a los amargados les gusta hacer, pero no que
les hagan. Así que de plano nos dijeron…¿Un tiro?. Lo que significaba que nos
pelearíamos a golpes.
El
más pequeño de mis nuevos amigos, dijo sin pensarlo…¡Va!. Yo y mi primo nos
quedamos con la boca abierta, pues este niño era casi dos o tres años más chico
que esos desconocidos y sin pensar aceptó el reto. Miré a su hermano y le dije,
si quieres ya vámonos a la casa, a lo que él respondió muy seguro; “No. Espérate,
deja que él lo arregle”
Se
acordó que sería uno contra uno. De parte de los desconocidos se propuso el que
tenía la cara de más amargado y supongo que era el líder. Así pues, empezó la
pelea.
Los
dos se pusieron en guardia, como lo hacen los boxeadores y comenzaron a girar,
al igual que lo hacen los boxeadores. Esto no quiere decir que supieran de
boxeo, solo que es lo más usual y más común que se hace quizá porque es lo más
visto en las películas.
El
desconocido lanzó un primer golpe y si le dio de lado en la cara a nuestro
amigo, pero el hizo un movimiento rápido y le tomo la mano y lo sujetó del
cuello logrando tirarlo al suelo. Ambos estaban abrazos en el piso haciendo
toda clase de llaves intentando ganarle al otro. En una de esas, nuestro amigo,
logró sujetar la cabeza del valentón desconocido y comenzó a darle de golpes en
la cara. Fueron tantos los golpes que el desconocido grito…”Me rindo”, a lo
cual nuestro amigo lo soltó y lo dejo de golpear y se levantó como si nada. El
desconocido quedó sangrando de la nariz a chorros y sus amigos sorprendidos.
Nosotros
solo nos dimos la vuelta y nos fuimos a casa. A lo lejos solo se oía que le
gritaban a nuestro amigo…me las vas a pagar. Mi amigo solo dijo, si, cuando
quieras.
A
los diez minutos de esto ya se estaban despidiendo los adultos pues ya se iban
a retirar las visitas. Así que apeas llegando del parque se subieron a su auto
no sin antes despedirse.
El
auto arrancó y jamás nos volvimos a ver. No recuerdo sus nombres, tampoco donde
Vivian o parientes de quien realmente eran. Solo recuerdo que vinieron junto
con mi primo y pasamos una tarde llena de aventuras en aquel parque de San
Lucas
No hay comentarios:
Publicar un comentario