jueves, 28 de julio de 2022

 

“LA LADRILLERA”

CUENTO DE MANUEL GAMIO ESCRITO EN AZCAPOTZALCO EN 1919

Por Don Nayarito Cantalicia  (Grupo Formiga)



Este gran mexicano fue el arqueólogo que hizo las primeras excavaciones estratigráficas de la historia nacional, justamente en territorio de Azcapotzalco, entre 1911 y 1913.

En el jardín principal de nuestra céntrica Casa de Cultura, se tiene un busto de él, y junto tiene una placa que dice “Manuel Gamio (1883 – 1960) Padre de la Arqueología moderna en México. Busto en bronce realizado por el escultor Sergio Peraza. 16 de julio de 2000. En memoria de la primera excavación científica de México realizada en Azcapotzalco”.

Él también publicó el libro “Vidas dolientes”, en 1937, (Ediciones Botas, México), en su primera incursión al mundo del cuento y la novela. De ese libro he tomado el siguiente relato, para incluirlo en el grupo de textos de “La hormiga en línea” de éste mes.

Algo peculiar de este cuento, a diferencia de otros de dicho libro, es que lo escribió en Azcapotzalco. Se ha acostumbrado que si el autor lo quiere, puede terminar el texto con el nombre de la población en donde lo redactó, y el año. En este caso, el texto finaliza con “Azcapotzalco, 1919”. Otros textos ahí reunidos, indican otro sitio, otro año, o no indican nada al respecto. Habiendo sido escrito éste en nuestro territorio, me pareció que podía ser buen acompañante al tema de este mes.

Sin más, pasemos al cuento, del cual solo eliminaremos un fragmento intermedio que no afecta el entendimiento de la trama:



“LA LADRILLERA”

“Ya era muy tarde. El sol se colaba por las rendijas y agujeros de la puerta negruzca, dorando con sus rayos el polvo del jacal. Gritos del amanecer venían de lejos; los gallos cantaban uso tras otros, acatando quien sabe que sucesión jerárquica. Vacas mugidoras y jóvenes terneras saltarinas, acudían a los pastos, guiadas por la imprecación incesante, del vaquero. El paso de carros y “guayines” se anunciaban con el doliente rechinar de muelles y el traqueteo de tablas sueltas.

Apartó el jorongo gris que le servía de embozo y se palpó el pecho, combado y recio; le dolía como si lo hubieran golpeado; le dolían también la cabeza, la garganta y los muslos. Extendió el brazo, y tentaleando la tierra endurecida y húmeda, logró atinar con una botella que ahí cerca estaba. No contenía alcohol; hurgó entonces bajo el petate, hasta dar con un cigarrillo que, apenas encendido y gustado, arrojó contra el muro. Tornó a arrebujarse, distendió brazos y piernas, tosió sonoramente y cerró los ojos, esperando hallar, en ese recogimiento, alivio al malestar que todas las mañanas, todos los días y todas las noches mordía su corazón y estrujaba su cuerpo… Permaneció inmóvil, haciéndose más hondo el silencio en el triste tugurio. Miraba hacia el techo con pupilas absortas; dijérase que se perdía en cavilaciones y recuerdos. Más no era así; desde aquel día fatal, no podía analizar sucesos ni orientar impulsos. ¡Sufría! … No sabía más…

Maquinalmente, volvió a tomar la botella; pero, al recordar que estaba vacìa, la colocó en el suelo. El malestar crecía. Intentó levantarse y salir para batir el lodo bajo el sol o para beber, en el tinacal, muchas jícaras de pulque fuerte, pues por uno u otro medio se adormecería ese escozor motral. Al incorporarse bruscamente, cayó la frazada, alzándose del humilde jergón el aroma acre y sensual de los talamos juveniles. Entonces recordó todo. Como torrente bravío clamoreó su sangre en las venas; llameaban las pupilas y el aliento era ronco rugido. Se arrojó de bruces en el petate y aspiró con fruición aquí y allá, como macho montaraz que rastrea las huellas de la hembra perdida. Sus manos palpaban dulcemente el tule tranzado o se crispaban con rabia, arrancándole jirones. La nombró con ternura y sus labios unciosos acariciaban la polvosa estera. Allí debía estar, allí, como en tiempos pasados; la blanca camisa en contraste con los hombros morenos y llenecitos; los negros ojos de capulín, brillando y escondiéndose picarescamente; con dientes perlinos y labios húmedos sonreiría, reclamando un diluvio de besos…

Largo rato permaneció tumbado, como una pobre bestia agotada en cruenta labor.

Salió de casa sintiendo alivio, con los nervios flojos por la crisis sufrida. Tropezó en la calzada con vecinas del pueblo que, aunque apenas se dignaban divisarlo, significaban claramente no ignorar su vergüenza.

En el obrador se trabajaba de lleno; el barro untuoso y plástico, dispuesto en montones oscuros, parecía masa de chocolate; chiquillos semidesnudos espolvoreaban el estiércol que había de darle consistencia, y varios hombres, con las nervudas piernas al aire, lo pisoteaban sin cesar, produciendo monótono “clac, clac”; otros dejaban caer, de delantales colgados al cuello, trozos deformes de pasta batida, que iba a llenar cuadretes de madera; se silbaban aires de la tierra, y loas del “interior” canturreaban valonas sentimentales. Más allá, el horno erguía su pesada estructura, coronándose a ratos con fulgores rojizos para luego empenacharse con humareda negruzca. Hileras de adobes de un gris pizarroso se asoleaban, simulando boas escamosas. Contrastaban, con armónico sonreír de matices, el oro viejo de las majadas dispersas, el púrpura encendido de ladrillos apilados y el verde mate de la alfalfa exúbera. En el horizonte esfumaban desgarraduras altas serranías, y más acá, extendía sus laderas tristes la loma de los Remedios, mirándose el caserío como bandada de palomas posada en la cima. El sol brillaba muy alto, poniendo vida y tonos fuertes en el paisaje. La poma de esta tarde de luz, la alegría de los hombres y el pasivo goce de las cosas, ensombrecieron más su desesperación.

Se dirigió a su “campo” empuñando la adobera, sin que nadie fijara en él atención especial, bien que a hurtadillas lo espiaran. Su mirada lúgubre y resuelta, donde parecía asomarse la muerte; un extremado vigor muscular que le permitió siempre hacer la tarea de dos hombres y también cierto machete costeño que guardaba en casa, ponía coto a burletas y puyas. Todos se marcharon con las primeras sombras del atardecer. El sol seguía encarnizado en la labor, curvado el torso moreno.

Como esa tarde laboriosa fueron muchos días siguientes: llegaba antes del amanecer, sintiendo en los huesos el frío vapor que se levantaba de las zanjas y quebrando los endebles cristales que a su paso extendían las heladas. Después, sufría las mordeduras del sol hasta su puesta, clavado en la tarea, sin almorzar ni comer, visto lo cual por los adoberos pensaron que su aflicción llegaba hasta buscar la muerte. Esa vital resistencia lo volvía loco; muchas veces, que entró al jacal, ardiente y tembloroso, no sabiendo cuando llegaba ni cuando se iba la fiebre, se sintió feliz al perder la conciencia de las cosas y el hilo de las ideas. Desgraciadamente, al apuntar la madrugada, el fingido mal desaparecía y él quedaba, como siempre, vigoroso, dueño de si mismo, atormentado por mil recuerdos, abatido por la nerviosidad del cuerpo y el escozor del alma, mirándola siempre allí, muy cerca de él, en la pobre estera que tampoco había olvidado, ya que aun guardaba el aroma punzante de sus carnes duras y de sus crenchas corvinas.

Cambió de rumbo. No fue más a la ladrillera, sino al tinacal del rancho o al tendajón del pueblo. Le costaba trabajo alcanzar el consuelo y olvido: había que apurar enormes jícaras de pulque y muchas copas de “refino” para que su mente perdiera lucidez. Luego que esto sucedía notábanse en sus pupilas llamaradas fulgurantes que herían a todos provocándolos a mortal conflicto. Unos, por conocerlo de fama, y otros de solo mirarlo, eludían el reto, quedándose él como único señor del campo.

Las estrellas parpadeantes lo acompañaban en su marcha incierta al mísero jacal, donde se tendía de cualquier modo, menos cuidadoso que una bestia.

Pasó el tiempo y “aquello” no desaparecía. Le dolían cuerpo y alma; la amaba como antes.

Si le hubiese asistido consejo afectuoso ¡quién sabe! Pero a nadie se le daba un comino de su dolor. Cierta vez que el fastidio era mortalmente abrumador pensó irse a otra parte, a la ladrillera de San Bartolo, donde hacía rancho Atanasio, el paisano que lo acompañó al venirse del “interior” y que hasta poco antes trabajaba con él, partiendo tareas.

Sin tomar nada del cuartucho, salió dejando la puerta entornada, como muda invitación para que el primer llegado diera buena cuenta de los trapos y trebejos odiosos que allí quedaban. Era domingo, las campanas del poblacho llamaban a misa y brindaban sosiego a su mente conturbada. No miró en torno al partir, ni dio ocasión al asalto de pensamientos inoportunos. Sus ojos estaban fijos en la calzada polvorienta, que se extendía, como gusano blanquecino, opreso entre las garras de magueyes enfilados.

Tras una hora de caminar sin sentir la marcha, divisó el alto ramaje del fresno conocido, y más acá, al pie de una ladera pelona, espirales de humo de un horno recién cargado. Avanzó más, hasta las ringleras de tabique y ya iba a pisar el patio donde se asolea el adobe, cuando escuchó argentina carcajada mujeril, que fue caricia y zarpazo en su corazón, campana que tocaba a gloria y esquila que doblaba a muerto. Los miembros agarrotados parecían muertas ramazones de árbol caduco; intenso temblor agitaba su cuerpo como si el alma estuviese cogida por tempestuosa borrasca; ansias de agonía le ahogaban, confundiéndose al salir de su pecho rugidos sordos y sollozos suspirantes.

Al cabo de algunos minutos, que duraron como muchos años, volvió en sí y tornó a escuchar…

¡Eran ellos! Atanasio el buen amigo, y Ella, su mujercita, la que lo impulsó a abandonar familia y tierra. Jugueteaban como dos tortolillos, en pleno idilio, en luna de miel. Ella corría, escondiéndose entre las pilas de adobe y tabique y él la alcanzaba, cobrando su triunfo con sonoros besos estampados en los labios, en los ojos, en la mata de opulento cabello. En una de tantas, ella trepó al horno, destacándose el busto airoso entre las rojas llamas de la lumbrada. Atanasio fue en su busca y ya arriba enlazaron las manos, y aproximando poco a poco los labios los unieron en un beso salvaje.

El recién llegado saltó al horno, alcanzó su cima y antes de que pudieran reconocerlo y buscar salvación, los arrojó al abismo; primero a él, que más feliz, no advirtió su llegada; luego a ella, la tomó por la garganta, y con mayor rabia, la hizo caer en la hornaza donde se acallaron sus gritos; gran llamarada se alzó y caudas chispeantes hacían pirotecnia fúnebre; olor pestilente de carnes y ropas que ardían, subió en bocanadas; por dos veces una manecita pequeña y fina se levantó entre un brazalete de llamas doradas, crispando los dedos, como si pidiera gracia o lanzara maldición. Cuando ya nadie se movía en el macabro fogón, descendió pausadamente, acosado por las llamas. Nadie había acudido. Era domingo.

Iba de vuelta por la calzada. En sus manos quemadas, rojas a trechos, alternaban ampollas y ulceraciones. El cabello chamuscado amarilleaba como si estuviese mal teñido. Pocas cejas y pestañas escaparon al ardiente huracán…

Se sentía bien. Habían quedado atrás el malestar del cuerpo y el escozor del alma.

Atzcapotzalco 1919”.

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