CELIA
Por:
Gustavo Aquino.
El
barrio: La conoció: vendía comida en el mercado de San Juan Tlilhuaca. Un
dirigente de comerciantes la asediaba cuando Él se acercó a preguntar por
Nazario, pero si estaba Justino podría platicar con él.
(Nazario:
un dirigente venido a menos pero a quien el Justino tenía miedo, para el Eustaquio
era un nombre que le venía bien a cualquier político mediocre, un nombre exacto
para un dirigente vecinal y casualmente, así se llamaba aquel tipo).
Este
mercado no es de los mejores de Azcapotzalco, pero se puede encontrar buenas
verduras, buenos trozos de carne de res o de cerdo y marchantes muy amables.
Los vecinos luchaban por que un terreno baldío, colindante, aparentemente sin
propietario, se transformara en un espacio de recreación, de cultura.
De
manera natural los niños jugaban ahí, la gente pasaba por allí a descansar en
asientos improvisados. ¿Porqué no convertirlo en un espacio comunal?
Eustaquio
no conocía a nadie pero les explicó algo de unas gestiones que él podría
ayudarles a realizar. Todos hablaron mal de los Nazarios, unos conocidísimos
corruptos, integrantes de un partido político cuyo nombre es preferible no
mencionar. Casi no tenía poder, pero le tenían cierto temor. Él se fue directo
al puesto de un pasillo a la izquierda de la entrada, al fondo estaban los
Beatles, una sonata precisa, el escenario adecuado para conocer a Celia.
Ella
vio en Eustaquio la coartada para mandar a la chingada al Justino que la tenía
fastidiada (tantos poses de galán, seductor, influyente, con muchas palancas en
el gobierno etc., etc.,).
(El
Justino sólo iba a buscar promotores para la siguiente elección de diputados,
le darían un buen puesto y Celia sería su asesora, el choro que Nazario decía a
todo mundo, a todo incauto, pero vio acercarse al vagabundo jipiteca pensando
que venía de un reventón de las vacas bar. ¡Lo iba a asaltar!, se apartó
tembloroso)
Eustaquio
sabía quién era aquel tipo y para apantallarlo se presentó como asesor del
Movimiento Urbano Popular, aquel se alejó con la cola entre las patas, como
casi todos esos politiquillos, era un líder venido a menos, así, sin moros en la
costa, saludó calurosamente a Celia
-Qué
onda esa morra, de a cómo esos tomates tan jugosos-
-Pues
para usted, a 30 pesos el kilo, a ver si le alcanza-
-Traigo
hasta para llevarte a la Cineteca, o al teatro, sólo di cuando-.
Celia
sorprendida. ¿Ese greñudo, conocía la cineteca?
Ella
tenía diecinueve años. Sus labios eran como un durazno fresco pasado de maduro
(ruego le perdonen al Eustaquio este exagerado lugar común). Eustaquio explicó
la razón de su presencia en ese puesto (tenía que liberarla de ese sistema
neoliberal injusto que ya la tenía aprisionada, y luchar por el progreso y
rebasar esa represión en la cual tenían a las mujeres, ese era su misión), y
notó que la gente nunca dejaba de pasar por allí a preguntar, aún más los
señores, que no perdían la oportunidad de acercarse para verla de cerca. Era
bonita pero sobre todo tenía un aspecto muy sensual. Clásica morena de pelo
largo y un cuerpo esbelto muy bien delineado.
“Tal
como en mis sueños”, pensó Eustaquio, que en realidad quería decir: siempre
quise (estar con alguien así.
En
principio, no se podía creer que una chavita tan fina y tan bonita estuviera en
aquel mercado, después, que fuera estudiante universitaria.
-De
seguro no conoces la cineteca, está muy lejos.
-A
veces voy con mi banda, a las películas de Ismael Rodríguez.
-¿Estudias
cine o qué?
-En
la UAM de Azcapo, de allí a veces vamos.
-Yo
no he ido, y me queda cerca,… de la Universidad-.
-¿Cuál
Universidad? ¿Es privada?-.
-
La UNAM, estudio administración-.
Adivinaron
queridos lectores: Celia estudiaba administración en Ciudad Universitaria.
¿Cuándo
se ha visto eso? Y luego un puesto en el
mercado de Tlilhuaca (Eustaquio elucubraba mil cosas en su cerebro).
Empezaron
las confidencias personales. Estudiaban la misma carrera, ella en la UNAM, y él
en la UAM, les gustaba más o menos la misma música. Les gustaba el baile, ella
no sabía ni nunca había ido a un salón de baile. Eustaquio se comprometió a invitarla
y enseñarle unos pasitos y comprendió que estaba exactamente donde quería
estar, y que ese breve encuentro lo había marcado para siempre, como en todos
los casos.
El
Eustaquio mentía descaradamente: te pondré una casota en Azcapo, cerca del
mercado a un lado del Jardín Hidalgo, te compraré el mural de los guerreros tepanecas.
Todo
sucedía, Eustaquio levantaba uno y otro pie, cansado de estar horas
parado ante aquel puesto, expuesto a la atónita mirada de los marchantes
que a veces pedían permiso para comprar los aguacates, cebollas, ejotes y
demás.
-Nompuje
-Pos
nompujo, mempujan
-Ya
deje pasar, o pásame esos chiles
-Pos
si no me las agarra, me caigo,
-
Si no me pasa esas calabacitas, tendré que sacar aquel chorizo
-
A lo sumo, prefiero esos tomates rojos.
Cuando
Celia bostezaba Eustaquio sólo veía el nacimiento de aquellos senos; bien
cubiertos, y soñaba.
Nunca
pensó que ella quisiera huir de aquel lugar. Soñaba sencillamente que estaban
en un hotel lujoso, una casa, la playa, o una pared en un callejón. Y hacían el
amor intensamente. Despertaba cuando algún cliente protestaba por el precio de
los nopales, o de los ejotes. Eustaquio se los quería comer vivos por atreverse
a gritarle a ¡Ella!.
Ella
ya casi lo quería correr, resultó peor que el Justino, y llegó la otra tabla
salvadora, pero al ver aquel mastodonte acercándose, hubiera preferido que
Eustaquio se la llevara de allí, aunque pasaran toda la vida escuchando a los
Beatles o a los Rolling Stones, o que le hablara de aquel Quijote perdido en
sus alucinaciones.
El
padre de Celia: buen padre, tenía otros negocios, el mercado cerraba temprano,
tenían que ir a abrir la tienda de comida, cerca de Azcapotzalco.
Eustaquio
vio el terror en los ojos de Celia, y vio a aquel tipo, rudo,
-¿Ya
lo atendieron jovencito?, encontró lo que buscaba?
-
Gulp, sí señor, vine por un cuarto de limones.
-Aquí
los tiene, son cincuenta pesos
-Pero
están muy caaaroos-
-
Incluye la hora que estuvo aquí espantando a la clientela
Eustaquio
buscó entre sus pantalones, sin darse cuenta se le cayó prendedor de “The
Ramones”: contó sus monedas, sacó su único billete de a cincuenta.
Pagó.
Se alejó.
Caminó
tan rápido que ni siquiera escuchó a los vecinos que le preguntaban a qué
oficina deberían ir para sus trámites.
Llegó
a la avenida, dentro de sus pantalones encontró milagrosamente dos humildes
pesitos, ojalá que pase pronto ese pínche trolebús.
Antes
de ser jalada del brazo de su padre, Celia alcanzó a levantar a “Los Ramones”.
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