SANTO NIÑO DE NUMARÁN
Por María Elena Solorzano
Abordé el Metro a las diez de la mañana en la estación Popotla, iba casi vacío cuando me senté junto a una señora muy platicadora y al igual que yo, ella era vecina de Azcapotzalco. En el trayecto, me contó esta bella historia:
Hace más de cincuenta años conocí un pueblito del Estado de Michoacán llamado Numarán, "Lugar de aromas", pues en este lugar abundan los árboles llamados tzacalaxóchitl de flores amarillas y rosas que despiden un perfume muy agradable. Este pueblo se ubica a quince minutos de la Ciudad de la Piedad. Era muy típico; recuerdo sus calles empedradas que formaban listones de pequeñas piedras que bajaban y subían cuando los aguaceros de mayo y junio. El agua corría alegre como un cascabel buscando el camino hacia el río, a veces era tanta que se desbordaba y llegaba a la puerta de las casas. Me gustaba meterme en esas aguas cristalinas y tomar renacuajos para ponerlos en el aljibe que teníamos en el corral para regar las macetas y lavar el patio con una hierba que hacía espuma y que llamaban xi-xi.
El jardín municipal estaba repleto de plantas y flores. La Calle Real venía desde la carretera y terminaba en la orilla del pueblo. En el lado de la calle Real, había una rampa de empedrado con dos frondosas jacarandas y una parota que le daba una bonita vista. Sin embargo, después pusieron puestos de comida, carnicerías e incluso una tortillería, echando a perder el jardín municipal.
La iglesia es muy amplia y hermosa, parte de su fachada es de cantera rosa. Me encanta asistir a las ceremonias religiosas: bodas, bautizos, primeras comuniones e incluso los velorios. Cuando me han invitado mis sobrinos a Estados Unidos, una de las cosas que más extraño son estos festejos, ya que solo en México se hacen así:
El día del bautizo es un gran día, pues el niño se hará cristiano y le quitarán los cuernitos que aunque invisibles, pues allí estaban. El padrino le regala un ropón blanco y una medalla que el niño llevará toda su niñez. La iglesia, repleta de flores, recibe a los niños, a los papás y a los padrinos. Las mujeres se han comprado un vestido nuevo, zapatos y se han enchinado el cabello. Los hombres se ponen el traje negro que vistieron el día de su boda, los padrinos también, echando tiros, y el niño fue bañado con agua de azahar para perfumarlo.
Las bodas son en grande, pues incluso la pareja más humilde adorna la iglesia con flores y contrata cantantes. Se corre la alfombra, las damas con vestidos largos, los padrinos también de gala. Todos los familiares derraman lágrimas por "la niña que ya se nos casa" y por el varón que hace tres años todavía jugaba al trompo con sus amigos. Así es la vida, "unos p'a arriba y otros p'a la tumba". La fiesta es con banda, los papás de los novios mataron unos marranitos y se dará de comer a todo el pueblo: carnitas, arroz, fruta en vinagre y frijoles refritos con tortillas recién hechas para taquear. Comida natural, sabrosa y nutritiva.
Las primeras comuniones me enternecen porque las niñas llevan su blanco vestido y parecen palomitas prestas a volar. Se ven preciosas, y el lloradero de las mamás durante la misa es inevitable. Terminada la solemne ceremonia, vamos al desayuno: Atole de masa con piloncillo o de maicena y guayaba, o un espeso chocolate acompañado de tamales de dulce y corundas (tamales típicos de la región hechos de masa y envueltos en hojas de maíz, cocinados a vapor). Ya cocidos, se sirven y se rebanan en rodajas, se bañan con salsa de tomate picosita, crema y una rebanada de queso fresco. Humm. ¡Qué delicia!
El obispo acude al pueblo periódicamente para confirmar a los niños en la fe católica. Los infantes ya grandecitos son confirmados, y van muy orgullosos con su traje nuevo, bien bañados y peinados con gel. Las niñas se presentan a la ceremonia con vestidos de diferentes colores, pero elegantísimas, con sofisticados peinados. Y después la fiesta, como platillo principal una birria estilo Michoacán nos espera en la casa de los confirmados. Salud con horchata o con cerveza, pues el calor está para tostar garbanzos.
Todo el pueblo asiste a los velorios, y todo el pueblo acompaña al difuntito a su última morada. La capilla ardiente se instala en los tejados que tienen la mayoría de las casas. Se coloca en medio el ataúd y flores blancas alrededor. Hace tiempo se acostumbraba alquilar algunas plañideras para incitar al llanto, pero esa costumbre va desapareciendo. El luto se guardaba de dos a tres años, ahora es de un año; algunas viudas ya no se quitaban el luto el resto de su vida.
Se reparte café con o sin aguardiente, pan de dulce, tamales y cigarros. También aquí existe la costumbre de contar "charritas" (cuentos colorados). Las señoras de más edad cantan y rezan al difunto. El entierro en el cementerio municipal es acompañado por rezos y, en algunas ocasiones, por música de banda o mariachis.
Una de las celebraciones más singulares es la del 25 de enero, cuando se festeja al Santo Niño de Numarán. Su historia es muy singular y es del dominio público cómo surgió esta devoción.
Cuentan los lugareños que hace aproximadamente dos siglos, cuando el pueblo era un asentamiento de unas cuantas chozas al que nombraron El Barrio Alto o Barrio de la Magdalena, los indígenas que habitaban este lugar construían sus casas con piedras, lodo y techos de un zacate llamado romerillo que cortaban de las Lomas del Arroyo de las Liebres. Los habitantes de este lugar se dedicaban a fabricar cucharas, bateas y juguetes de madera que vendían en San Sebastián Aramutarillo, que después sería la ciudad de la Piedad de Cabadas. La mayoría se dedicaba a la agricultura y al cultivo de los chilares.
Entre los nativos del barrio había un matrimonio, don José María Ramírez y doña Teresa Berber, que eran muy humildes y se dedicaban a la agricultura. Había llegado la temporada de lluvias, haciendo reverdecer el lomerío, bajaban las aguas para alimentar al Arroyo de las Liebres. Un día, mientras Teresita lavaba su ropa en el arroyo y don José María recolectaba leña seca para el fuego de su casa, ocurrió algo inusual. Al tomar una rama de huizache y pasar frente a una cuevita, escucharon llorar a un niño. Comenzaron a buscar de dónde provenía el llanto, y encontraron en una cuevita una hermosa escultura de un Niño Dios, aparentemente abandonado. Asombrados, se acercaron para adorarlo de rodillas y tomar la imagen entre sus manos. Entre las ropas recién lavadas, llevaron aquel bendito niño a su humilde casa, donde le hicieron un altar y lo adornaron con florecitas del campo y pencas de nopal.
Doña Teresita, temerosa, no sabía si contar el prodigio o guardarlo en secreto, pero comenzó a contarlo a sus vecinos y a mostrar la escultura. La noticia se propagó como reguero de pólvora, y comenzaron a llegar peregrinos para conocer al Niño Milagroso que tenía doña Teresa. Los arrieros que pasaban por el lugar difundieron la noticia, y la fama del niño se extendió. Se organizaron grandes peregrinaciones para visitar a la Santa Imagen, convirtiéndose en verdaderas romerías. La gente venía desde Tlazazalca y otros lugares con obsequios, flores y limosnas para la divina escultura, a la que se le empezó a llamar "El Santo Niño de Numarán". Los milagros atribuidos al niño eran muchos.
La primera capilla se construyó en el solar de los Berber, entre zapotes, guamúchiles y mezquites. Las paredes de gruesos adobes ya formaban paredes, aplanadas y remozadas en su interior con pintura de aceite blanca, un guardapolvo color ladrillo y en su borde superior unas guirnaldas de rosas. El altar era una mesa de madera siempre cubierta de flores y guirnaldas tejidas por los visitantes. La bendita imagen se guardaba en un rústico nicho con arcos de flores.
De vez en cuando, en el atrio, los danzantes ofrecían su música, sus cantos y sus bailes. Una de las danzas más llamativas era la de Los Huicholes, dirigida por un anciano que tocaba un violín y vestía calzonera de color, abierta a media pierna. Bailaba, brincaba y se movía acompasadamente al ritmo de su monótona melodía. Los otros danzantes vestían jorongos de lana roja que les llegaban más debajo de la rodilla. Debajo llevaban su camisa y calzón de manta. En la mano izquierda, portaban un pandero del que pendían listones de varios colores, y en la mano derecha, una sonaja llena de arena que golpeaban constantemente. Coronaban sus cabezas con flores. Los niños formaban otro grupo, ataviados de igual manera. Las mujeres vestían huipiles muy largos con flecos amarillos formados con palitos sonoros en el ruedo, y también caían de los hombros y la espalda, produciendo un ruidito de acuerdo con el ritmo de la danza. Calzaban huaraches con suelas de madera que producían un golpeteo en el piso. Estos danzantes venían desde el 24 de diciembre hasta el Día de la Candelaria (2 de febrero), cuando se quemaban los tabardillos para hacer las hogueras que se acostumbraban en aquel entonces.
El sacerdote Luis Arroyo promovió la construcción de la actual ermita que alberga una imagen del Santo Niño de Numarán, ya que la escultura original ocupa un lugar principal en el altar del templo de Santiago Apóstol, patrón del pueblo. Se instituyó como fecha para su magna fiesta el 25 de enero, y desde entonces se celebra al Santo Niño, atrayendo peregrinos de todo México e incluso del extranjero, sobre todo de los numarences que residen en Estados Unidos.
La celebración solía ser el 25 de octubre, pero se cambió para el 25 de enero, ya que fue el día en que se apareció el Santo Niño. Durante nueve días, a las cinco de la tarde, la gente sube a la ermita a rezar y cantar. Cordeles con banderitas de papel picado en blanco y amarillo adornan todas las calles. El 25 de enero, el sacerdote relata la historia del hallazgo de la escultura, después la banda de viento toca las mañanitas, se celebra una misa solemne y enseguida todos los fieles se preparan para partir en una procesión que parte a las once de la mañana y que llegará hasta la ermita. El Santo Niño de Numarán es llevado en andas por varios hombres. Durante el recorrido, la banda toca canciones populares mexicanas, y los danzantes interpretan bailes prehispánicos entre pieza y pieza. El trayecto es largo, pero finalmente llegan a la loma donde se encuentra la ermita. Se celebra otra misa, el niño es expuesto en una urna de finas maderas construida ex profeso, y los fieles se acercan para hacer sus peticiones o para agradecer los favores recibidos.
Los numarences llevan algunos alimentos, y las familias se quedan a comer en los alrededores de la ermita.
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