miércoles, 15 de mayo de 2019


Si no me enchilas no hay bronca

Por: Gustavo Aquino

No desapareció cuando arreglaron por vez primera vez el Jardín Hidalgo, sabía que venían a barrer y ya, una manita de gato, al tercer día regresó con su canasta, sus servilletas bordadas de flores, y su rostro denotando seriedad, -Ojalá que regresen los clientes- llegó a comentar con un transeúnte. Y otra vez a despachar sobre aquella banca. ¡Una señora que vendía enchiladas, tres tortillas enrolladas y ya! Bañadas con una salsita verde, con algo de suerte podrías encontrar hilillos de algo que podría ser un pollo, (¿pobre pollito, como vino a dar aquí?). Engullir esas enchiladas ricas de salsa, mientras los comerciantes de discos piratas, de medias para señoritas, de pants, de dulces, de licores adulterados, de supuestas artesanías, se metían en aquellos rincones y arremolinaban sus cosas destruyendo el mínimo pasto que quedaba de ese lugar, sin contar a los arremolinados teporochos (hoy les dicen personas en situación de calle, ¡yaa!, en mi pueblo les dicen más gacho).
La gente discutiendo con los comerciantes, por no dejarles pasar, -por favor no pise el producto decía serio el vendedor. El marchante como que veía la mercancía, como que preguntaba, y se seguía de largo. No faltó quien retara a golpes al tipo barbudo pero corrió porque “traen a su banda”. ¡córrele guey, a´i vienen los demás!, Algunos salían sangrando, y, maravillosamente no se aparecía ningún policía. No había denuncias porque, -vas a perder tiempo en la agencia, y a lo mejor te detienen a ti, por eso mejor a´i muere-. Ella con su mandil blanco, con tantas manoseadas, llenas de un cielo manchado de dedos, de saludos, de buenos días ante el trajeado que apresurado sorbe su enchiladas, antes de pedir la cuenta busca sus monedas y descubre que le alcanza para las otras.
Y las pide.

Pide la cuenta rápido porque tiene se le acaba su hora de comida y tiene que regresar a la oficina. El tiempo cambió: había que abandonar el espacio. El desalojo fue brutal, una cortina negra rodeó aquel Jardín, desapareció el Kiosko, desapareció el señor que invitaba a os niños a pintar, desaparecieron los payasos.
Pasaron no dos, cinco meses, se reabrió el Jardín, seguía siendo Azcapotzalco, otra vez la tienda de Super Soya, y los vinos de Salgado. Otra vez La Luna, con sus ventanas fisgoneantes, que al calor de un sorbo de tequila observa a la hormiga que asciende por la torre de la iglesia, en espera de que acabe el mundo (algunas ñoras dicen que de chiquita la vieron cerca del piso, y como que ya caminó algo, como para estar cerca en lo alto de la torre se arrodillan y persignan, no vaya a ser cierto eso del fin del mundo).
Lo cual no ha sucedido desde que se inventaron los marcianos, desde que se inventaron los españoles desde que los revolucionarios inventaron a Carlos Marx, y el 68. Inventaron las enchiladas, difícil saber si tiene origen prehispánico, tepaneca o azteca, pero un paseo en este este espacio es equivalente a navegar al Mictlan de Netzahualcóyotl que le enseñaron los Mexicas. Ella con su mandil de fondo blanco floreado como una primavera floreciente, y a pesar del invierno y algún otoño, siempre estaba allí. Esta reconstrucción no la devolvió.

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