lunes, 19 de octubre de 2020

 

NOVIEMBRE EN AZCAPOTZALCO


Por: Gustavo Aquino.

El olor a garnachas llega al pensar cómo se celebra en Azcapotzalco el Día de Muertos, el aroma de quesadillas, el chorizo guisado, o de los elotes cocidos, los mezquites, que avivan la imaginación al llegar a uno de aquellos pueblos imaginarios donde celebran estos días con tanto sabor, gusto, y con tanta comida.

Y aunque el origen de estas fiestas tiene algo de trágico, resalta la gran esperanza, la solidaridad de ver a nuestros seres queridos que han partido al Mictlan. Les contaré porqué les digo esto último:

Se cuenta que cuando gobernaba Moctezuma Xocoyotzin, allá por los años de 1513, este Gran Tlatoani alcanzó a ver el cometa que cruzó misteriosamente el firmamento. Admirado llamó a los videntes, hechiceros, chamanes, curanderos, alguien que supiera algo, de los pueblos que gobernaba, entre ellos estaban los llamados brujos de un barrio llamado Tlacoaloyan, ubicado en San Juan Tlilhuaca; para que le explicaran el significado de este fenómeno.

Los de Tlacoaloyan y Tlilhuaca realmente se dedicaban a curar con hierbas, a la herbolaria, pero en fin. Estos sabios no supieron explicar tal hecho, y como castigo Moctezuma los encerró hasta que murieron de hambre y de sed.

Los habitantes y familiares de Tlacoaloyan imaginaron el sufrimiento de sus seres queridos, y como compensación, retribución, o como una forma de aliviar este dolor, empezaron a colocar en el lugar donde los enterraron, sus comidas y bebidas favoritas, suponiendo que regresarían a consumirlos, y de esta manera convivir con ellos, y consolarlos en su drama al morir.

Tlacoaloyan, “donde se da de comer”, es un barrio que desapareció a inicios del siglo XX, debido a la epidemia de influenza española que exterminó a la población. En la época prehispánica el Calpulli de Tlilhuaca era un territorio mucho más grande que hoy, era una cabecera, un lugar céntrico, Tlacoaloyan como Barrio era parte de Tlilhuaca, y quedaba más o menos donde hoy está la Unidad Francisco y Madero y el CCH de Azcapotzalco.

Los invasores españoles pretendieron desaparecer toda esa cultura, desconocida para ellos, sin embargo, la persistencia de uno de ellos, el Beato San Sebastián de Aparicio, retomó este culto, y le agregó los elementos católicos que hasta hoy se siguen usando. Bueno, les contaba del olor a comida, del olor a flor de Cempaxúchitl, a copal, y de la gran variedad y riqueza de ofrendas y de panes de muerto, que se colocan en las casas, y en los panteones de los distintos pueblos y barrios.

He visto por ejemplo, el de San Martín Xochináhuac, que colocan una ofrenda gigantesca en la capilla del panteón de San José, y es característico que al concluir la Fiesta del Día de Muertos; el primer día es dedicado a los niños, y el segundo a los adultos, reparten la comida, los que aún se conserva en buen estado, entre la comunidad y paseantes del lugar.

Entre el reparto se incluyen los dulces y frutas tan apetecibles como el primer día en que se colocaron, pero no falta quien le agregue alguna cerveza, algún tequila, mezcal, sin faltar el pulque que se bebe como si fueran aquellos dioses prehispánicos, aunque al otro día no soportan ese terrible dolor de cabeza, náuseas, deseando regresar hacia aquel panteón como uno más de aquellos que allí están enterrados. Cierto, no les he contado de los mercados que adquieren un especial colorido, porque se llenan de flores, pan, dulces, y de gente

¡Y de niños disfrazados de calabazas, de Drácula, del hombro lobo!,

Y no les he contado de esa ternura de perrito con disfraz de monster, y la niña cuidándolo como la gran malévola, vestida de blanco,  surgida de alguna nieve de limón. Tanto terror cuando sale la brujita graciosa con su escobita apunto de volar, que se detiene al topar con ese gran puesto donde venden calaveritas, flor de muertos, cempaxúchitl, y dulces prehispánicos, amaranto, calabazas, camotes, tejocotes, y pan. Mmm. Rico pan de muerto. Y se sientan a comer esos huesitos de harina, con huevo, miel, y aquellos ojitos de chocolate, y la niña mordiendo lo que pudo ser el cerebro de un ser excepcional, que en este caso, antes de morderlo llevaba la etiqueta de “Gustavo”.

 

 

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