sábado, 17 de septiembre de 2022

 

El Brindis de los Monos

Por César Elías Rodrigo Badillo Camacho (La hormiga antropológica)



Martes 6 de septiembre del 2022

 

Hace unos días me comprometí a escribir sobre las pulquerías para el taller de crónica literaria, que mi buen amigo Martín Borboa nos hizo el favor de impartir en el Faro del Saber Popotla.

Debo admitir que, aunque me gusta la bebida de Mayahuel, desconozco muchos lugares para su consumo; más bien, siempre he sido el bebedor fiel de los pocos lugares que conozco, o el impulsivo y distraído consumidor de los locales que se me atraviesan. Por esa razón decidí realizar un poco de investigación al respecto, encendí mi laptop, y me dispuse a ubicar en un mapa los posibles lugares que pudiera visitar en un recorrido presencial por Popotla.

Grande fue mi sorpresa al ver que no figuraba ninguna pulquería en los límites actuales del barrio, al menos en Google Maps, amplié un poco mi búsqueda en línea a las bases de datos de pulquerías en la CDMX, vídeos y comentarios de Facebook, no encontré nada. Convencido de que tendría que recorrer calle por calle de manera presencial,  hice un último intento del cual logré encontrar una breve, casi insignificante, mención a una pulquería en el barrio de Popotla. “El Brindis de los Monos” es como se nombra dicho lugar, ubicado en la calle de Mar Tirreno, durante la década de 1930. La única mención encontrada figuraba en una nota al pie del texto “En el principio, fue el nombre: Los nombres de las pulquerías” del número 14 de la revista Otros Diálogos del renombradísimo Colegio de México. En la nota al pie se referencia a su vez la novela El vendedor de silencio de Enrique Serna como única huella de la existencia del lugar en una oración minúscula en donde brinda toda la información que ya he anotado:

“El occiso, un tal Eruviel Márquez Lezama, de 37 años, ebanista de profesión, había sido apuñalado en la pulquería ‘El Brindis de los Monos’, situada en la calle Mar Tirreno de la colonia Popotla, por un joven albañil de complexión delgada y pelo hirsuto que se dio a la fuga” (pp. 184-185).

Decidí realizar un recorrido a lo largo de dicha calle, con la intensión de confirmar su existencia o descartarla como una licencia literaria útil para la novela de Serna.

Antes de salir de casa, la hipotética pulquería, me hizo tener una conversación con mi padre, sobre locales que existieron y desaparecieron, lugares de reunión y referencia, aquellos de los que aún queda recuerdo y alguna muestra, pero que quizá en veinte o treinta años ya nadie sepa lo que fueron.

Posteriormente, bicicleta lista y casco puesto, me dispuse a trasladarme desde mi querido barrio San Marcos Izquitlan hasta el antiguo barrio de Popotla. Salí sobre el eje 4 norte Antigua calzada de Guadalupe, hasta pasar la parroquia de San Marcos Evangelista, esa agraciada construcción blanca que comenzó como capilla en la segunda mitad del siglo XVII, y que fue ampliada y remodelada en la década de 1990. Continué sobre la calle San Marcos, pasando los edificios multifamiliares PICAPRO y el campamento Mecoaya. Seguí por Ahuacatitla pasando frente a la embotelladora de Jarritos, que hasta hace unos años era conocida como la Pascual, y que lucía grandes logos de un Pato que de niño siempre relacioné con el Pato Donald. Al llegar a la calle de Castilla Oriente, me encontré de frente con el edificio delegacional de la Alcaldía Azcapotzalco, entré por la rampa lateral para pasar por entre los árboles del parque delegacional, pasando el quiosco de hierro que adorna el parque, tuve que agacharme para no chocar con los lazos que fijan las lonas de los puestos ambulantes, mi intensión, salir a la mentada ciclopista de avenida Azcapotzalco.

 

En sentido contrario al flujo vehicular, pero siendo la única vía destinada a bicicletas, tomé rumbo hacia Tacuba. Pasé el mercado de Azcapotzalco, las calles abarrotadas de puestos ambulantes, la ahora Catedral de Azcapotzalco por mi izquierda y el Parque Hidalgo a mi derecha, más adelante pasé por Plaza Azcapotzalco, en el barrio de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción Huitznáhuac; y seguido me vi flanqueado por las hermosas casas porfirianas del pueblo de San Salvador Nextengo, el pueblo de San Lucas Atenco y la colonia Clavería, para finalmente cruzar por el barrio bravo de San Álvaro, y en las vías del tren dejé atrás mi querido hormiguero.

Continué por la centenaria avenida México-Tacuba, dejando atrás la estación del metro y la magnífica Parroquia de Tacuba, la que tristemente se encuentra rodeada de un laberinto de puestos ambulantes, tan diversos como inseguros. Al llegar a la calle de Mar Caribe me dispuse a cruzar la avenida y entrar a la calle de Mar Tirreno, una calle que se prolonga por 700 metros a lo largo de cinco cuadras entre las avenidas México-Tacuba y Felipe Carrillo Puerto.

Hice un primer recorrido por la calle, intentando vislumbrar cualquier signo de existencia de un templo al neutli, por supuesto el tiempo habría dejado pocos signos tras su paso, y de haberlos, al menos yo no los encontré. En un segundo recorrido busqué locales que se notaran antiguos, personas mayores y en general cualquiera que pudiera orientarme un poco sobre el tema. De esta manera encontré la tlapalería “la Herradura” donde su dueño y un afable albañil confirmaron mi sospecha, al menos desde la década de 1980 a la fecha no ha habido pulquerías en esa calle.

No obstante, continué mi búsqueda, y me acerqué a la cerrajería “Escobar Ortega” donde me dijeron que “de haber existido habría estado en las cuadras más cercanas a la avenida (México-Tacuba), ya que era la vía principal y donde solían haber vecindades muy grandes.” Agradeciendo la información, continué mi búsqueda. Y junto a la cocina económica “El Mare” conocí a un electricista que lleva viviendo muchos años en el barrio, sin embargo, en su memoria no había ninguna pulquería en la calle. Finalmente, me recomendaron visitar una casa cercana, donde vive, Don Javier Padilla, un arquitecto que toda su vida ha habitado en dicha calle. Tras platicar un poco con Don Javier, me dijo que él no recordaba una pulquería en esa calle, y que “El Brindis de los Monos” no le sonaba de ningún lado, que consultaría un libro sobre el barrio que hace años se vendió en algunas papelerías de la zona, pero que, por lo pronto, en sus más de ochenta años de vida no la recordaba.

De regreso recordé la plática que había mantenido con mi papá unas horas antes. Lugares como “El Arsenal de Ferrol”, cantina de la esquina de Calzada Azcapotzalco y Mar Mediterráneo, en el pueblo de Tacuba; o la cantina “El Golfo de Tehuantepec”, en la esquina siguiente, Calzada Azcapotzalco y Golfo de Tehuantepec. Ambos, lugares donde mi abuelo y sus hermanos iban a desahogar sus penas, relajarse después de un día de trabajo y echar una reta de Dominó. ¿Tendrán el mismo destino lugares tan famosos como la cantina Chin Chun Chan o la Imperial?


Hoy, el Arsenal de Ferrol, desaparecido en 2016, es un terreno usado como pensión de carros, donde sólo los ruleteros y los mosaicos del edificio derribado permanecen atestiguando su existencia; y el Golfo de Tehuantepec, vendido en 2012, es ahora una tienda Oxxo, donde una placa exterior junto a la entrada inmortaliza “Cantina Golfo de Tehuantepec” y en un pilar interior permanece el grabado en piedra que repite el nombre. Al menos, en el centro del hormiguero, podemos celebrar la persistencia de nuestros queridos “El Dux de Venecia”, la “Cantina La Luna” y la “Cervecería Toluca”.

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